Ciclos tarifarios y equilibrio político-institucional del populismo y de la larga decadencia argentina

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Por Santiago Urbiztondo (FIEL-UNLP)

Los ciclos tarifarios son comunes en varios países, pero anormales en la Argentina. El libro de Cont, Navajas, Pizzi y Porto (Precios y Tarifas y Política Económica Argentina: 1945-2019) presentado ayer en el seminario organizado por el Centro de Estudios en Finanzas Públicas (CEFIP) y el Instituto de Investigaciones Económicas (IIE) de la FCE-UNLP, documenta con precisión la magnitud de subas y bajas de distintos precios y tarifas de bienes y servicios públicos en términos reales desde 1945 hasta 2019.

Se destacan dos “grandes deterioros” (en 1945-1952 y 2002-2015, donde las reducciones tarifarias reales que superaron el 70%) pero también varias otras instancias de fuerte deterioro de menor tamaño o duración (en 1975, 1987-89, etc.), a las cuales ciertamente se incorporará el período 2019 cuando se actualicen las series. Obviamente, estos fuertes deterioros tarifarios no reflejarían mejoras de eficiencia o reducciones de costos (al menos no plenamente) y, por lo tanto, fueron seguidas por fuertes aumentos, creando los ciclos tarifarios singulares de nuestro país [1].

Los economistas –en una enorme mayoría– resaltamos los costos que genera tal inestabilidad tarifaria. Por un lado, altos subsidios fiscales para cubrir al menos los costos variables y alguna inversión. Por otro lado, el deterioro de la calidad del servicio, los menores incentivos a la inversión y al uso eficiente de los servicios (incluidas inversiones de equipamiento domiciliario distorsionadas), el aumento del costo del capital, el desincentivo a la celebración de contratos de largo plazo que contengan inversiones hundidas de lenta amortización, entre otras.

Mientras tanto, el “populismo” [2] no ha sido identificado por un conjunto significativo de votantes como el mayor responsable de las consecuencias negativas de los reiterados oportunismos regulatorios. Por el contrario ha ganado una alta fidelidad de buena parte de la población.

Siendo reiterada la política tarifaria de fuertes retrasos tarifarios reales en contextos democráticos, es decir dejando de lado las interrupciones institucionales por diversos golpes de estado entre 1930 y 1983, una primera lectura es que los votantes no internalizan las consecuencias negativas de largo plazo de este populismo. Por lo tanto, apoyan políticas oportunistas y confiscatorias que conducen a las grandes depresiones tarifarias, ocurridas frecuentemente en contextos donde las empresas prestadoras son privadas –en 1945-1952 y entre 2002-2015– y sus principales accionistas son extranjeros. De acuerdo con esta lectura, el votante mediano argentino debería ser el objeto central de atención, en particular en cuanto a dirigir hacia él los mayores esfuerzos educativos para la toma de conciencia de las consecuencias del cortoplacismo tarifario.

Sin embargo, no debería descartarse que lo que comprenden los votantes argentinos sea similar a lo que entienden los votantes en otras partes del mundo. Más o menos miopes en términos económicos, los votantes natural y universalmente tienden a confiar en las propuestas y decisiones que el poder político postula como factibles y resultan menos dolorosas en el corto plazo.

Por otra parte, en la Argentina estos enormes ciclos tarifarios reales coexisten con otras inestabilidades de la política económica (como aquellas decisiones de política vinculadas a las relaciones internacionales, la política agraria, la política monetaria, etc.). La presunta falencia educativa del votante mediano entonces no se limitaría a no poder percibir las consecuencias de largo plazo de los retrasos tarifarios, sino más generalmente a cómo funcionan los mercados, el rol del Estado dentro de la economía, la política internacional, etc.

En ese sentido, debería examinarse la posibilidad de que el problema saliente no sean los votantes sino uno más general: la deficiente institucionalidad del país (tal vez función de la cultura e ideología reinante, y por ende responsabilidad también de los votantes, pero en todo caso un dato o parámetro a identificar). En efecto, la forma que tienen las sociedades modernas para balancear los objetivos y tentaciones de corto plazo en pos de obtener ganancias colectivas de más largo plazo es la construcción de instituciones que impidan un comportamiento oportunista de parte del propio Estado. Y en ese sentido, una situación donde la democracia no funciona bien, desequilibrada, sin balances y contrapesos que limiten la discrecionalidad del gobierno, sin un Poder Judicial creíble y estable que penalice decisiones económicas o institucionales contrarias a la Constitución Nacional, violatorias de la propiedad privada y de los derechos individuales (de consumidores y de accionistas de empresas reguladas), etc., tiene como resultado un Estado que sí se comporta de forma (extremada y persistentemente) oportunista.

En efecto, en una situación institucional de esta naturaleza, el equilibrio político incluye la aparición y elección reiterada de quienes están dispuestos a jugar al cortoplacismo: agentes políticos que ofrecen el cortoplacismo disfrazado y luego lo ejercitan sin mayor reparo en sus consecuencias negativas de mediano y largo plazo. Y requiere por otra parte la existencia y aparición periódica del “grupo reparador”, el partido político que se hace cargo del gobierno cuando el deterioro económico producido por el populismo es significativo y (con la demanda en tal sentido de los propios votantes) se propone el sinceramiento y la normalización tarifaria, pese al sacrificio que ello implica para la población en general, ya que sin esa normalización (y acumulación de cuasi-rentas tratándose de inversiones hundidas que deben ser repagadas a lo largo de décadas…) no hay cómo seguir siendo populista.

El problema es que la restauración no es un equilibrio político estable: una vez restablecida cierta normalidad, el espacio para la confiscación de cuasi-rentas reaparece (¡vuelve a haber cuasi-rentas a confiscar!), y el equilibrio político es explotar esa posibilidad debido a que ello no tendrá una penalización suficiente por parte de los votantes (quienes olvidarán lo que alguna vez aprendieron) ni de las instituciones democráticas (incluido el Poder Judicial) por falta de solidez e independencia. Si los accionistas privados (extranjeros o no) de las empresas prestadoras de servicios públicos son “sutilmente confiscados” sin poder defenderse realmente ante la justicia local (o si los accionistas extranjeros tampoco encuentran suficiente refugio en los tratados bilaterales de inversión y en el CIADI), y los funcionarios públicos que ejecutan tal “confiscación sutil” tampoco enfrentan mayores limitaciones administrativas o judiciales (porque administrativamente tienen abierta la discrecionalidad para hacerlo, y porque luego no son hechos responsables de eventuales abusos), será imposible convocar a la inversión privada (hundida por décadas en los servicios públicos). La anticipación de un riesgo sustancial de enfrentar una confiscación sutil sobreviniente a la realización de inversiones hundidas por parte de los inversores se traduce en un costo de capital altísimo y en la necesidad de pausar inversiones para financiarlas con ingresos tarifarios previos, lo cual provoca (por ambos motivos) tarifas demasiado altas, sembrando el descontento y el repudio posterior, que invitan políticamente a la confiscación que cierre el círculo (hasta la próxima restauración).

En ese caso, el problema central no sería la escasa formación económica y comprensión limitada de las consecuencias del populismo por parte de los votantes, sino que el cálculo costo-beneficio de ejercer el populismo (una vez que se acumularon cuasi-rentas al normalizar la situación de desequilibrio insostenible anterior) resulta en el triunfo repetido del populismo / cortoplacismo una vez que se hubieran acumulado suficientes y costosas inversiones hundidas previamente. El problema está entonces en la falta de instituciones (división efectiva de poderes, requisito de cumplimiento de normas formales y sustantivas, respeto a procesos administrativos sustanciales, evaluación rápida y confiable del Poder Judicial) que hace del cortoplacismo y la restauración el equilibrio cíclico del juego.

Mirando hacia adelante, si no logramos recuperar cierta institucionalidad razonable en el país, si –como ocurre hoy mismo– quienes están congelando las tarifas o autorizando aumentos de sólo 8% frente a una inflación estimada del 45% para este año (y con una inflación acumulada del 100% desde I.2019 –última fecha en que hubo actualizaciones por la inflación, cuando los subsidios fiscales a los servicios públicos de infraestructura recién habían sido reducidos al 2% del PBI luego de haber alcanzado el 5% en 2014) pueden hacerlo efectivamente sin ser penalizados por los votantes ni estar limitados por las instituciones (ex-ante o ex-post), no podrá haber inversión privada de riesgo (menos extranjera) en los servicios públicos. En tal caso deberemos “vivir con lo nuestro” de una manera muy trágica, con servicios pésimos y carísimos (en buena parte pagados vía impuesto inflacionario para financiar los subsidios fiscales que deberán aplicarse, con las consecuencias macroeconómicas que ello genera).

En todo caso, esta nota sólo plantea esta hipótesis institucional. Seguramente sea posible modelizar este equilibrio dinámico donde se produce la alternancia de populismo y restauración, donde la falta de instituciones que permitan cumplir reglas de largo plazo lleva a equilibrios de corto plazo en los cuales, luego de acumular cuasi-rentas confiscables el equilibrio político consiste en confiscarlas “sutilmente”. Un buen lugar para empezar a pensar en ello es revisando las contribuciones Pablo Spiller y Mariano Tommasi. [3] En todo caso, fuera de la formalización de estas ideas, aquí puede estar la clave para entender y eventualmente revertir nuestro deterioro secular.

Notas

[1] Estos aumentos generalmente han sido menores a los requeridos para restablecer la situación previa al deterioro, dando lugar a una tendencia de largo plazo declinante que sí podría reflejar –en el mediano y largo plazo– fuertes mejoras de productividad y/o un punto de partida con precios y tarifas monopólicos impropiamente regulados.

[2] Populismo entendido como un Estado que gasta más de lo que recauda incurriendo en déficits presupuestarios crónicos e irresponsables, donde además se recurre a retrasos cambiarios y tarifarios para estimular la demanda interna y se imponen aumentos de salariales combinados con controles de precios para mejorar la distribución del ingreso independientemente de la productividad laboral y de las consecuencias posteriores en materia de desempleo que resultan de su intervención.

[3] Por ejemplo, Spiller, Pablo T. and Tommasi, Mariano, The Institutional Foundations of Public Policy: A Transactions Approach with Application to Argentina. The Journal of Law, Economics, and Organization, Vol. 19, No. 2, pp. 281-306, 2003, cuyo sumario sintéticamente nos indica que: “Public policies are the outcomes of complex intertemporal exchanges among politicians. The political institutions of a country constitute the framework within which these transactions are accomplished. We develop a transactions theory to understand the ways in which political institutions affect the transactions that political actors are able to undertake, and hence the quality of the policies that emerge. We argue that Argentina is a case in which the functioning of political institutions has inhibited the capacity to undertake efficient intertemporal political exchanges. We use positive political theory and transaction cost economics to explain the workings of Argentine political institutions and to show how their operation gives rise to low-quality policies.”