Una agenda económica para los dos lados del mostrador

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Por Fernando Navajas
FIEL-UNLP-ANCE

La economía argentina se está adaptando a nuevas condiciones de funcionamiento que dejan atrás una década que nos llevó a un intervencionismo muy compulsivo sobre los mercados de bienes y de factores (trabajo y capital). La Argentina de los años 2000 se fue convirtiendo en ‘el país de los cepos’, con el cepo cambiario como la máxima expresión de un país en desequilibrio y aislado del mundo. Sin la eliminación de estos cepos no había forma de acceder al financiamiento requerido para armar una transición y evitar el ajuste, cruento e inevitable, que se venía si el kirchnerismo continuaba en el poder.

De este modo, la Argentina entró ahora en una experiencia única que, si sale bien, no tiene antecedentes en su historia económica. Porque todos los ciclos de imprudencia macroeconómica que hemos tenido, casi todos con voracidad fiscal en materia de gasto y déficit, terminaron muy mal porque fueron seguidos de un cierre abrupto del financiamiento externo, creado inevitablemente por una macroeconomía insostenible. Esta es la primera vez en la historia argentina que el final de un ciclo muy expansivo del gasto público llega acompañado por un mayor, no menor o nulo, financiamiento externo.

Porque a diferencia de aquellos ciclos expansivos en donde el endeudamiento externo o el ciclo de crédito doméstico subía a las nubes, aquí no ocurrió tal cosa porque el modelo de los cepos generaba, junto al default, tal espanto y cierre de los mercados que terminamos desendeudados a la fuerza. La Argentina se salvo de tener que llevar adelante una política fiscal procíclica y ajustar el gasto público, en particular la inversión, en medio de un gran ajuste recesivo.

Que nos hayamos escapado de esta trampa, o que sólo hayamos postergado una crisis y no nos estemos dando cuenta, depende de nuestra capacidad colectiva de corregir los desequilibrios atendiendo, sin reparos, a las demandas genuinas de mayor gasto social que nos van a acompañar por mucho tiempo.

Este financiamiento externo, que esta vez nos está salvando del ajuste al final de un ciclo expansivo, no es casual o gratis en otro sentido fundamental. Está asociado a nuevas condiciones, empujadas desde afuera, para que la economía argentina pase a tener características de funcionamiento similares, u homologables, a las prácticas establecidas en la comunidad de los países más avanzados.

Quién todavía no se haya dado cuenta de la magnitud de este punto, le pido que espere al ciclo de la presidencia argentina del G-20 que se inicia a fin de año en Bariloche. Esta va a ser una oportunidad increíble para el país, de cara a su ingreso a la OCDE. Pero también va a significar un gran desafío en materia de funcionamiento de las reglas de juego de la economía en todos los ámbitos. Ya no se trata de tener simplemente un BCRA que no sea un apéndice de la Presidencia. Nos van a pedir, gentilmente o no, mercados de bienes y de trabajo más desregulados que los tan cerrados que hoy tenemos. Y entes reguladores manejados no por políticos o empresarios que se sesguen hacia la captura regulatoria (política o sectorial) sino por profesionales que puedan ser reconocidos, local e internacionalmente, por su idoneidad y honestidad (como son ahora los casos, además del BCRA, de la Comisión de Defensa de la Competencia y de la Comisión de Comercio Exterior). Entender este fenómeno y prepararse para el mismo, en particular para lidiar en mi opinión con las inconsistencias que subyacen entre esta estrategia y lo que nosotros podemos ofrecer (o vamos a poder ofrecer después de octubre), es una página central de nuestra agenda colectiva, junto con la consolidación fiscal.

Más allá del apoyo de la sociedad para que la Argentina esté en condiciones de reingresar al concierto de países emergentes, es natural que mucha gente encuentre algún preocupante parecido entre este panorama y los años 90. La verdad es que este es un fenómeno distinto y más complejo, que me parece que recién empezamos a debatir en profundidad.

Las reminiscencias con los años 90 han aparecido, por ejemplo, a raíz de análisis que se refieren al ajuste en la productividad que llevan adelante las empresas para acomodarse a un nuevo modelo más abierto (y con tipo de cambio atrasado o digamos costos domésticos altos) y que tiene malas consecuencias sobre el empleo de la economía, dados los cambios tecnológicos (ahorradores de mano de obra) disponibles. En particular, las dudas son si con la mezcla de políticas que hoy tenemos (que incluyen regulaciones laborales en sentido amplio muy estrictas y programas de transferencias a los hogares, más allá de los impuestos al trabajo) no estamos frente a un escenario malo en materia de generación de empleo, en particular en el sector de servicios, en donde la informalidad es la respuesta natural de las empresas. Pero más que críticas a los 90 en sí mismas, estos análisis nos alertan de no repetir errores, haciendo esta vez que la demanda de empleo formal en el sector servicios se vuelva más dinámica y a favor de la empleabilidad y la formación de capital humano. Ese es el punto central.

Pero el tema no se agota con el mercado de trabajo, si bien es el de mayor importancia económica y social. Decir que las nuevas condiciones de funcionamiento de la economía van a estar cambiando el comportamiento de las empresas, es mirar solo una parte del flujo circular de la actividad económica. Lo mismo va a estar pasando con los consumidores en tanto los mismos tengan mayores oportunidades para bajar sus costos o presupuestos familiares. No a la fuerza, como quería el modelo de los cepos, sino haciendo que los precios caigan en función de la competencia y la flexibilidad en favor de los compradores. Por eso hay que mirar los dos lados del mostrador (no solo el mercado de trabajo sino también el mercado de bienes y servicios) y por eso es tan importante contar con entes reguladores y una política de mercado al servicio de los consumidores.

Hay que hacer que la relación se invierta para impedir que excesivas regulaciones en el mercado de bienes, junto al favoritismo de la captura regulatoria y al poder de mercado y comportamientos colusivos en varios segmentos, funcionen como una traba para la eficiencia y el bienestar social. Acá también la tecnología va a generar grandes contribuciones en favor del bienestar de la gente común si favorecemos su proceso de adopción de modo equilibrado y teniendo en cuenta a los perdedores de tales progresos.


Nota publicada originalmente el día 30 de junio de 2017 en El Cronista.