Sin educación no hay crecimiento económico ni inclusión social

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Por Alieto Aldo Guadagni (Academia Nacional de Educación)

Este siglo es el siglo del conocimiento y de la racionalidad científica y tecnológica, ya que el mundo está cambiando al acelerado ritmo de los nuevos conocimientos. Ya quedó atrás una época en la que la producción de bienes y la acumulación de capital estaban basadas en los recursos naturales, y hemos ingresado a otra era, en la que el conocimiento es el pilar del nuevo capital de las naciones. Estuvo en lo cierto The Economist cuando, haciendo referencia al nivel educativo, afirmó en el 2014 que: “La fortaleza de una sociedad depende principalmente de lo que está en la cabeza de las personas. Por esta razón Japón y Alemania pudieron recuperarse rápidamente a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, a pesar que sus ciudades estaban reducidas a cenizas”.

El valor económico del denominado capital “humano” es hoy cuatro veces mayor al capital físico, según las evidencias presentadas por el Banco Mundial. Es preocupante constatar que en nuestro país estamos perdiendo el tren educativo del siglo XXI, no solo cuando vemos lo que está ocurriendo en las naciones desarrolladas, sino también en América Latina. Esto exige prestar atención a nuestro sistema escolar que hoy enfrenta dos problemas: bajo nivel de conocimientos de los alumnos, y grandes diferencias entre escuelas privadas y escuelas estatales, vinculadas a las diferencias en los niveles socioeconómicos de las familias. Los recientes Operativos Aprender pusieron en evidencia grandes diferencias educativas, que dependen de tres factores: 1) Municipio donde reside el alumno, 2) Nivel socioeconómico de las familias y 3) Tipo de escuela.

Mientras el nivel de conocimientos de los niños y adolescentes dependa del dinero que tengan sus padres nos alejaremos cada vez más de un país no solo con justicia social, sino también con un crecimiento económico sostenido. Un buen sistema escolar asegura altos niveles de conocimientos a sus alumnos, pero además apunta a eliminar las desigualdades en los niveles de conocimientos de los alumnos que dependen del nivel socioeconómico de sus familias. La pobreza y la indigencia se concentran en quienes tienen una escasa escolarización; según el Barómetro Social de la UCA la pobreza afectaba alrededor de la mitad de quienes no habían concluido la secundaria, pero esta proporción descendía a menos del 15 por ciento entre quienes la habían completado. Las evidencias nos indican que nuestra escuela no está quebrando el círculo negativo de la reproducción intergeneracional de la pobreza, ya que el nivel de conocimientos de los alumnos depende esencialmente del nivel socioeconómico de sus padres. Abatir la pobreza y la exclusión social requiere una educación que haga equitativa la distribución del capital humano. Hoy la mayoría de nuestros pobres son “excluidos”, ya que han sido expulsados de la fuerza laboral, no tienen un empleo productivo y difícilmente lo tengan aunque la demanda laboral crezca.

En muchos casos, son familias que por más de una generación han estado excluidas del nuevo y difícil mundo del trabajo. Cuando la pobreza es coyuntural, se pueden encontrar soluciones de corto plazo con planes sociales, pero cuando la pobreza es estructural como la que padecemos, son además necesarias otras líneas de acción que apunten directamente a la raíz del flagelo de la pobreza con exclusión social. Por ejemplo, la escuela secundaria debe ser no solo inclusiva sino también de una calidad que no dependa del nivel socioeconómico de las familias. Es un llamado de atención observar que existe una gran desigualdad en la graduación secundaria entre las escuelas estatales y privadas. De cada 100 niños que ingresaron a primer grado en una escuela privada en 2006, se registraron casi 70 graduados secundarios en el 2017, pero esta proporción colapsa a apenas 33 por ciento en las escuelas estatales. Esto explica porque la expansión de la matrícula universitaria, incluso en las universidades estatales, está asociada a una creciente participación de estudiantes que vienen de escuelas secundarias privadas.

Comencemos por lo elemental, el cumplimiento de las leyes. En el año 2005 se sancionó la ley que expresaba que el incremento de la inversión en educación, ciencia y tecnología establecido hasta el año 2010, sería destinado a “lograr que, como mínimo, el 30% de los alumnos de educación básica tengan acceso a escuelas de jornada extendida o completa, priorizando los sectores sociales y las zonas geográficas más desfavorecidas” (ley 26.075, art 2, inc b). Al año siguiente fue sancionada la Ley de Educación, la cual ratificó expresamente esa meta en su artículo 26, donde se dispone: “Las escuelas primarias serán de jornada extendida o completa (JEE/JC) con la finalidad de asegurar el logro de los objetivos fijados para este nivel por la presente ley”.

Estamos lejos de lo establecido legalmente y de lo internacionalmente comprometido, ya que en diciembre de 2010 nuestro país suscribió las metas fijadas para el 2021, en la Cumbre de Jefes de Estado de los Países Iberoamericanos realizada en Mar del Plata. La meta acordada para la JEE/JC fue: “en el 2021, entre el 20 y el 50% de las escuelas públicas primarias tendrá jornada completa”. La realidad es otra, ya que el Ministerio de Educación informa que, en el 2018 en las escuelas primarias, apenas el 13,9 por ciento de los niños gozaba de los beneficios de la JEE/JC. Estamos lejos del cumplimiento de estos acuerdos y leyes, escaso cumplimiento que además muestra desigualdades si se observa cada provincia, ya que Tierra del Fuego, Córdoba y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires arrojan cifras de cumplimiento entre el 48 y el 78 por ciento en las escuelas estatales, en tanto que en Neuquén, Corrientes, San Luis, y Buenos Aires, sólo entre el 2,5 y el 7,2 por ciento de sus alumnos primarios concurrían a escuelas estatales con régimen de JEE o JC. En la CABA el 48,3 por ciento de los alumnos de escuelas estatales tiene JEE/JC, pero si se cruza la avenida General Paz, encontramos en el Conurbano una situación crítica, ya que apenas 6,3 por ciento de los niños tienen este beneficio, es  decir casi la octava parte que en la CABA. Estamos en presencia de una situación preocupante en el Conurbano, donde reside el núcleo concentrado de la pobreza y la exclusión social.

No es fácil explicar las diferencias existentes entre las provincias, que son responsables de la escuela primaria. Por ejemplo, Catamarca registra que 22,8 alumnos de cada 100 de las escuelas primarias estatales tienen el beneficio de la JEE/JC, mientras que en Neuquén, la provincia con la mayor riqueza hidrocarburífera del país (Vaca Muerta), son beneficiados apenas 2,5 niños. Es un llamado de atención el hecho que la provincia con la mayor renta hidrocarburífera del país sea la que está más lejos de cumplir la ley Nacional de Educación. También existen notorias desigualdades cuando se comparan dos provincias muy importantes por su desarrollo, no solo agropecuario sino también industrial, mientras que en Córdoba los alumnos primarios de escuelas estatales beneficiados por la EE/JC representan el 49,50 del total, en Santa Fe son apenas 8,5 por ciento. A pesar de esto Santa Fe tiene más cargos docentes que Córdoba (12 alumnos por cargo versus 14 alumnos). Es razonable suponer que se requiere una mayor dotación docente donde se ha avanzado en el cumplimiento de las leyes que promueven la universalización del régimen de JEE/JC, pero esto no es así, ya que también aparecen cifras dispares entre las provincias. Por ejemplo Córdoba y la CABA tienen similar cobertura de la JEE/JC, pero la CABA tiene apenas 8 alumnos por cargo docente, mientras que Córdoba tiene muchos más (14).

Nuestro atraso en la implementación de la JEE/JC, sumado a los frecuentes cierres de escuelas públicas por conflictos laborales asegura pocas horas de clase anuales. No se trata de comparar nuestro calendario escolar “efectivo” (no el legal que nunca se cumplió en todo el país) con países europeos o asiáticos, sino con Cuba, Colombia y Chile que registran 1000 o más horas anuales, o con México, mientras que el nuestro “efectivo” es apenas alrededor de 660 horas. Más horas de clase no aseguran automáticamente avances educativos, pero menos horas en la escuela consolidan el atraso educativo, particularmente el de los pibes humildes cuyo futuro depende de una buena escuela.

Como expresa Norberto Bobbio “Lo igualitario parte de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades son sociales y por lo tanto eliminables”. Nuestros adultos que hoy son pobres y excluidos no terminaron ayer la escuela secundaria, pero debemos lograr que mañana sus hijos se gradúen en escuelas secundarias de buen nivel educativo. Sin inclusión educativa no podremos abatir una pobreza que hoy es laboralmente excluyente. Sin una buena escuela para todos la justicia social no existe, pero habrá que comenzar por lo más simple y elemental: cumplir íntegramente el calendario escolar y no dejar la escuela sin docentes en las aulas.

Existen buenas intenciones, por eso sancionamos leyes y comprometemos el cumplimiento de metas con la esperanza de que nuestros niños reciban más y mejor educación. Pero lo cierto es que ni podemos siquiera cumplir el calendario escolar legal, con los mínimos 180 días de clases que dice la ley y como hemos visto, estamos lejos de cumplir con la meta fijada para la universalización de la JEE/JC. Las leyes educativas son claras y no dejan lugar a dudas, es hora de entender que incumplirlas es un pasaporte a la pobreza y la exclusión social. Esperemos que en la campaña electoral que ya se inicia se presenten propuestas concretas para defender el futuro de nuestros niños.