Repensar la universidad para el siglo XXI

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Por Juan J. Llach
Ex Ministro de Educación de la Nación

El polifacético mundo de la educación superior en la Argentina es inabarcable con los habituales y dogmáticos clichés. Cerca de dos millones de inscriptos se distribuyen en 130 universidades, 66 estatales y 64 privadas, la mitad creadas desde 1990 y un quinto en el siglo XXI. Los numerosos rankings internacionales, de calidad muy dispar, coinciden en dar el primer lugar en la Argentina a la UBA, bien ubicada también en América latina, pero lejos de cientos de universidades del mundo. Nuestra educación superior comprende también cerca de 2000 institutos -unos 1200 de formación docente y 800 técnico-profesionales- con 750.000 alumnos. Mirando hacia el futuro, y pese a la diversidad de este vasto universo, existen cuestiones sistémicas comunes que cada institución en su medida debería mejorar.

Se destaca, en primer lugar, la necesidad de un mayor aporte a la construcción de una sociedad con menos pobreza y más equidad. Empezando por casa, dando cabida más amplia a estudiantes no pudientes. También, elaborando más propuestas sólidas de políticas públicas económicas y sociales. Pese a algunos progresos en universidades como las del conurbano bonaerense, es claro el predominio de los sectores medios y altos en la educación superior, en especial en las universidades. La gratuidad es cierta para quienes asisten y sus familias, pero es falsa para la sociedad, que la paga. Arancelar la educación superior es palabra prohibida, por creencias arraigadas y por el artículo 3 de la ley 27.204, de noviembre de 2015. Se benefician así, también, los casi 40.000 estudiantes extranjeros en universidades estatales, subsidiados por todos los argentinos, aun los muy pobres que no accederán a ellas; un despropósito.

¿Por qué no pensar siquiera en arancelar sólo a las personas de altos ingresos o, al menos, exigir a todos certificados de pagos de impuestos? No está claro si las normas también prohíben que los graduados universitarios devuelvan a la sociedad al menos parte de lo que recibieron, usando esos fondos para becar el acceso de los menos pudientes. Es conocido el caso del impuesto al graduado del Uruguay, que ya financia becas para el 10% de los estudiantes de la universidad estatal. Mucho menos se sabe que la provincia de Entre Ríos tiene un impuesto similar, gestionado por el Instituto Autárquico Becario Provincial desde 1989. Aunque sus becas son de montos bajos, ayudan en su camino, de otro modo más difícil o imposible, a 30.000 beneficiarios de sus diversos programas.

Una segunda gran cuestión es la masividad; es decir, el contraste entre la muy alta proporción de matriculados -una de las mayores del mundo- y las bajas tasas de graduación, inferiores al 20%. Ya en el primer año dejan sus estudios casi un tercio de los estudiantes. La educación superior a distancia, en rápido crecimiento, abre nuevos horizontes cuya contribución a este respecto es aún desconocida.

Se argumenta que, para resolver dicho contraste, el camino es un examen obligatorio y vinculante al finalizar la secundaria, vigente en la mayoría de países comparables al nuestro. En verdad, tanto el CBC de la UBA como sus análogos en otras universidades son «filtros» similares, salvo por realizarse «dentro» de ellas. Por la naturaleza secuencial de la educación, muchos de los fracasos en el nivel superior enraizan en etapas previas, por falencias de la educación formal, de la sociedad o de los hogares. Por eso, el examen obligatorio y vinculante contiene inequidades: cierra las puertas a muchos estudiantes con potencial para acceder a la educación superior. Tampoco es el camino bajar las exigencias y la calidad de la enseñanza terciaria so pretexto de la inclusión. Excluir, sin más, estigmatiza. Pero no hay peor estigmatización que distribuir diplomas truchos como premio consuelo. Para aportar mejor a la construcción de una sociedad más equitativa e inclusiva, la educación superior debe fortalecer su articulación con la educación media. Hay experiencias interesantes en las universidades nacionales del Nordeste y de Río Negro, entre otras. Es para celebrar el reciente e inédito trabajo conjunto de ambos niveles, plasmado en el Plan Nexos (resolución 32/2017 del Consejo Federal de Educación). Por cierto, aún más importante es que la enseñanza secundaria se fortalezca tanto como para no necesitar tal apoyo del nivel superior.

Un tercer gran desafío para las universidades es el de la transparencia. Ellas deben estar por encima de toda sospecha, y varias no lo están. Por distintas razones, ninguna buena, se ha extendido el uso de las universidades para contrataciones que poco o nada tienen que ver con ellas o con sus objetivos. En otro orden, pese a manejar un presupuesto de 80.000 millones de pesos, es casi imposible encontrar rendiciones de cuentas en las páginas web de las universidades nacionales que muestren, entre muchas otras cosas, inversiones en investigación y sus resultados, indicadores de eficiencia o logros costos de la inclusión social.

Un desarrollo de la Argentina sostenible, inclusivo y acorde con el siglo XXI necesita aportes más significativos de la educación superior. Ella debe meter más sus manos en la masa de la innovación productiva y de las cadenas y racimos de valor agregado, en todo el país. Para esto hay que practicar el triángulo propuesto por Jorge A. Sábato hace cuarenta años, integrado por los agentes de la sociedad del conocimiento -ciencia, tecnología, educación-, el gobierno y las empresas, al que hay que agregar hoy los sindicatos y la sociedad civil.

Deben redoblarse esfuerzos para interesar, incentivar y becar a los jóvenes en el estudio y la investigación en ciencias duras, todavía muy escasos. Con pocas excepciones, como las de la UTN, el Instituto Balseiro o el ITBA, las universidades están todavía lejos de las tecnologías aplicadas a la producción. Al mismo tiempo, los institutos tecnológicos de alto nivel son una rareza en la Argentina. Por todo esto, un modo de ayudar significativamente al desarrollo sostenible de todas las provincias y del Gran Buenos Aires es un plan federal de institutos terciarios politécnicos (IP), con participación de la Nación y de las provincias, para educar en las mejores prácticas de este siglo y con vínculos estrechos con las realidades locales y el mundo de la producción y del trabajo. Politécnicos atractivos para los jóvenes, con carreras de duraciones diversas y sin rubor de incursionar, articuladamente, en la formación profesional, como lo hace hoy la Universidad Nacional de Córdoba en su Escuela de Oficios. Los IP podrían apalancar la extensión de la educación de calidad y del conocimiento como lo hicieron los colegios nacionales, comerciales, agrotécnicos y técnicos y las escuelas normales a fines del siglo XIX. Sería ideal, por eficiencia y como señal de madurez a la sociedad, que los IP nacieran de acuerdos entre las universidades, institutos y centros de investigaciones de cada región, quizás en el revitalizado marco de los Consejos Regionales de Planificación de la Educación Superior (Cpres): un acuerdo de talentos para el progreso regional.

Por último, y cimiento de todo lo anterior, es urgente renovar el compromiso de las universidades con el pensamiento crítico y con el conocimiento basado en evidencias, alejándose del pensamiento único, de los dogmatismos militantes y de los cantos de sirena de la posverdad, cualquiera que sea el color político del gobierno de turno y saliendo con mayor frecuencia de la torre de marfil para dialogar sin exclusiones.


Nota publicada originalmente en La Nación el día viernes 15 de septiembre de 2017.